Mi misión era descifrar qué le pasaba a mi hija Bea, qué enfermedad padecía. Ella no podía mantener su cabeza erguida ni sentarse. Algo pasaba con sus músculos. Y yo no me pensaba dar por vencido ante las conclusiones de los múltiples especialistas que no habían podido dar con su problema e, incluso, le pronosticaban que viviría apenas 27 años.

Por eso, compré en internet, y de segunda mano, todo el equipo que necesitaba. Me costó unos 2000 dólares. Lo instalé en el sótano de mi casa y todas las noches, cuando los niños se quedaban dormidos, revisaba los datos de la secuencia del ADN de Bea en un computador.

Parece una tarea sencilla, pero no lo es. Para que entiendan: el genoma humano —la totalidad de los genes de cada persona— es un vasto archivo que contiene 6600 millones de “trozos” de ADN. Y para llegar a saber cómo podía ayudar a mi hija, debía identificar un problema en alguno de esos miles de millones de genes.

Pero empecemos por el principio, el día de su nacimiento: ahora es común para los padres asistir al parto, pero nunca se convierte en una rutina. En diciembre de 2003, acompañé por tercera vez a mi esposa, Lisa, a una mesa de cirugía mientras le practicaban una cesárea. Aunque soy médico, es imposible estar cómodo con los tirones y jalones del obstetra mientras extrae la criatura. No era de extrañarse que mi hija Beatrice, cuando fue liberada, estuviera coja. Logré echarle un vistazo a sus pies antes de que la envolvieran en la tolla y pensé: “¡Qué pies tan largos tienes!”. Esos pies me recordaban el síndrome de Marfan —la condición genética de rostro alargado y estrecho—, pero nunca había visto a un recién nacido con esa condición, y aquel no era el momento ni el lugar para ser doctor. Lloré como lo hice durante el nacimiento de mis otros dos hijos, le acaricié el pelo a Lisa y le limpié sus mejillas como agradecimiento por tan hermosa niña.

El pediatra del hospital examinó a Bea bajo la lámpara de calor, luego la acostó en el pecho de Lisa mientras el cirujano le cerraba la herida. Después me preguntó de una manera indiferente si había cualquier historia familiar de anormalidades congénitas. Ante tan inquietante pregunta, le contesté que no. Él explicó: Beatrice tiene una marca de nacimiento en la cara y los dedos de sus pies y manos están doblados a medio cerrar, contraídos. A la supuesta condición la llamó nevo flamígero y artrogriposis, palabras nuevas para mí.

Durante las siguientes semanas y meses vimos una cadena de médicos que dieron interesantes observaciones y teorías. Sin embargo, ninguno lograba explicar con certeza por qué Bea era débil y no ganaba peso. No tenía fuerza en sus músculos. Por eso no podía gatear, entonces aprendió a rodarse. Y, luego, al no caminar, empezó a deslizarse.

Era obvio que todos sus problemas estaban relacionados; ella tenía un síndrome. “Síndrome” es una palabra griega derivada de “syn” (igual) + “dromos” (carretera): compañeros de viaje en la misma carretera. ¿Pero cuál síndrome? Así comenzó nuestro propio viaje para entender a mi hija a nivel molecular.

Tuve suerte. Soy de Baltimore y me entrené en el hospital Johns Hopkins, conocido por su experiencia con el síndrome de Marfan. Pensé que no tenía nada que perder, así que pedí una cita. Aunque tenía claro que un grupo de aprendices, incluyendo compañeros y estudiantes de Medicina, se abalanzarían sobre Bea, no perdía la esperanza de que juntos pudieran llegar a un diagnóstico. Entre ellos apareció un joven genetista clínico que parecía reconocer de una vez lo que estaba mal. Señaló que la úvula de Bea —el pedacito de carne que cuelga del techo de la garganta— estaba dividida, y que tenía un espacio más grande de lo normal entre sus ojos. Los médicos le dieron la razón asentando con la cabeza al tiempo, y me sugirieron un ecocardiograma y una muestra de ADN. En ese momento, Bea le ofreció valientemente su brazo al flebotomista y se quedó mirando, sin quejarse, mientras su sangre llenaba el tubo. Es la paciente perfecta.

Al final de la visita, el doctor me entregó un informe publicado tres semanas atrás que describía un nuevo síndrome: LDS. De vuelta a casa, mientras ella dormía, lo leí: síndrome que se identifica por una úvula bifurcada, ojos espaciados y una devastadora enfermedad arterial vascular. Edad promedio de muerte: 27 años. Este no sería el diagnóstico que aceptaría por nada del mundo.

Lo siguientes meses fueron de incertidumbre. El ecocardiograma resultó normal, al igual que los genes asociados al nuevo síndrome. Bea no tenía LDS. Los médicos quedaron perplejos otra vez. No estaba tranquilo, todos estaban de acuerdo en que la condición de Bea era “como” el LDS, algo parecido al síndrome de Marfan. Decidí entonces encontrar la respuesta yo mismo; soy un padre antes que el genetista que se formó en los años ochenta, así que tenía que cumplir con mi papel.

En mi investigación descubrí que los receptores de hormonas implicados en el síndrome de Marfan comparten similitudes con una pequeña familia de hormonas que regulan el desarrollo muscular. Aunque nadie había culpado a estos genes de ser causantes de enfermedades humanas, parecían obvios candidatos. Todo era razonable, pero nadie estaba dispuesto a examinar estos genes en Bea. No sé si es porque mi hipótesis no era convincente, pero valía la pena hacer el esfuerzo.

Fue entonces cuando compré el equipo de segunda y empecé a trabajar en el sótano de mi casa. Mi primera hipótesis era incorrecta, pero después de siete largos años de incontables pruebas caseras, recopilación de material genético, miles de horas de estudio y con la gran ayuda de muchos amigos y de un laboratorio que trazó las secuencias de ADN, llegué a una nueva conclusión: Bea tenía una mutación en un gen encargado del crecimiento normal de los músculos. Junto a mis colegas publiqué un artículo en el que reportábamos su caso. Era la única manera de que la comunidad médica tomara nuestros resultados en serio. Gracias a esto, recibí el apoyo de una organización que secuenció los genes de Bea y los de toda nuestra familia. La conclusión fue que el gen estaba entre nosotros. Ya no me preocupa tanto saber qué es exactamente, me conformo con haber descubierto el gen y con saber que tiene un futuro más esperanzador.

Desde que se publicó el estudio, otra niña fue reportada con una variante en el mismo gen. Ella tiene algunos de los problemas de Bea, pero dentro de todo es muy sana. Aparecerán más pacientes y, al encontrarlos, sabremos mejor qué esperar. Ya tenemos un diagnóstico, ahora necesitamos vislumbrar cómo será ese futuro.

Hoy Bea tiene 10 años, ya no toma medicamentos y, aunque a veces se le dificulta caminar (los pies son alargados y estrechos), usa unos aparatos especiales en sus tobillos que le dan soporte y ayudan a que los pies crezcan en la dirección correcta. Está mejor gracias a los hallazgos. Y ya sabemos que puede tener una larga vida por delante.

Resulta que fui el primero en usar tecnologías del ADN para diagnosticar una enfermedad rara, pero eso no me importa, de verdad. Lo que quería era ayudar a mi hija. Aunque reconozco que muy pocos padres seguirán mi curso, ofrezco esta historia para poner varios puntos sobre la mesa: busquen respuestas, algunas de ellas están ahí afuera; pidan ayuda, hay muchas personas que podrían interesarse en ayudar; hagan todo lo que puedan, uno puede hacer más de lo que cree; y, lo más importante, no se rindan jamás.

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