He dado a luz un niño de piel blanquísima, cabecita un poco alargada, con el cabello tan rubio que no se le ve, tez de terciopelo, ojitos entre verdes y caramelo, la boca delgada, el mentón retraído, nariz recta y perfectamente delineada; su pie izquierdo, volteado hacia afuera; sus manecitas, abiertas y desgonzadas. No se mueve, no musita un llanto, parece –y repito lo que dijo una enfermera cuando lo vio– “un niño Dios de porcelana”.

Así es mi bebé. Así es Carlitos. Un niño, sin dudas, especial.

Nadie supo durante seis años cuál era su síndrome; sin diagnóstico todo era incierto, pero también todo era posible. Luego de años de lucha, y después de consultar varios médicos genetistas y con ayuda de la Universidad de Guadalajara, supimos que tenía el síndrome de Prader-Willi, el cual se caracteriza por una marcada hipotonía, hiperfagia (deseo incontrolable de comer), sumadas a un caso de retardo cognitivo severo y trastornos de carácter, entre otros.

Fue el momento más triste de nuestra vida, pues lo de Carlitos era irreversible. Pero nos propusimos sacarlo adelante, valorarlo y, por sobre todas las cosas, que fuera un niño feliz.

Una convicción

Era 7 de diciembre de 1992 y estábamos muy felices con la llegada de nuestro cuarto hijo; pero esta vez, al contrario de las otras oportunidades, no nació como lo esperábamos. Nadie sabía qué le pasaba. Tuvieron que alimentarlo con sonda nasogástrica porque cuando intentaba chupar su tetero se asfixiaba con la lengua. Mi esposo, Mauricio, y yo estábamos sorprendidos y desconcertados. Solamente nos dejaban verlo media hora al día tras una ventanilla.

No habían pasado cinco días de nacido y contra viento y marea, y por recomendación del pediatra, lo sacamos de la clínica, pues corría riesgo de contaminación. En sus palabras, el especialista advirtió: “Los he visto cuidar de sus otros tres hijos; ustedes pueden hacerse cargo del niño, busquen una enfermera que les ayude”. Entonces, apoyados en nuestra fe en Dios y en la que el médico nos hizo sentir, emprendimos el camino de su recuperación, incluso, sin tener un diagnóstico en ese momento.

Luego comenzaron sus terapias (miofuncional, ocupacional y fisioterapia) para que fuera fortaleciendo todos los músculos y mejorara sus posturas, porque era como un muñequito de trapo. A sus 14 días de vida tuvieron que hacerle una cirugía para fijar su lengua al labio, pero esta se soltó y fue necesario volver a operarlo una semana después y fijarla con un hilo tras su lengua y un botón en el mentón; así permaneció ocho meses.

Sus hermanitos, Julián, Felipe y Joaquín –entonces de 10, 6 y 4 años, respectivamente–, nos ayudaban a alimentarlo, a bañarlo, querían compartir todas las tareas encaminadas a su cuidado; nunca los apartamos de él. En muchas oportunidades ellos fueron pioneros en los ejercicios y actividades que nos recomendaban las terapeutas. Querían jugar con su hermanito y que Carlitos los mirara. Así lograron sacarlo de sus crisis de autismo y motivarlo para que pudiera sentarse, coger una galleta con las manos, ponerse en pie.

Fue así como, con terapias, estimulación temprana, el ingenio de sus hermanos y la natación, finalmente logró caminar a los 4 años de edad. Pero, en la medida que adquiría independencia, su incontrolable deseo de comer lo fue haciendo aumentar de peso, hasta llegar a pesar, a sus 12 años, 72 kilos. Era obeso mórbido.

A esa edad, justamente, nos trasladamos a vivir a Cali, y allí encontramos en una nodriza y una nutricionista la forma para bajarlo de peso, con una dieta especial muy deliciosa y ejercicio físico. Bajó 15 kilos y hoy, él mismo –a pesar de su deficiencia cognitiva– es consciente de lo que debe comer y lo que no.

Esfuerzo y dedicación

Al comienzo estudió con niños sin ninguna dificultad física y cognitiva, pero a los 6 años empezó a tornarse agresivo con sus profesoras y compañeritos porque no podía ir al ritmo de ellos; a partir de allí ha asistido a colegios para niños con capacidades especiales.

Para combatir su naciente ansiedad e irritabilidad fue medicado, pero su apetito aumentó y siempre se veía atontado y dopado. Entonces, con el apoyo de la psicóloga, las terapeutas y sus profesoras, preferimos enfrentarnos a sus trastornos de ansiedad y alteraciones de carácter, trabajándolo con conducta y normas que debía respetar, al igual que sus hermanos. Solo cuando cumplió 18 años y el bruxismo estaba por acabar con su dentadura, comenzamos a medicarlo.

A través de todas las terapias y la natación ha ido mejorando su tono muscular, y desde los 11 años ha participado en la modalidad de natación en varias Olimpíadas Fides, haciéndose con tres medallas de oro, tres de plata y una de bronce. También practica semanalmente equitación, y le encantan los deportes extremos como el canopy, el kayaking y el parapente. Además, es un experto armando rompecabezas de hasta 1.500 fichas.

Hemos trabajado tanto en su proceso de socialización que sus crisis de autismo han desaparecido. Entre sus méritos está el ser acólito desde hace siete años, lo cual le exige mucha elaboración de secuencia a nivel de pensamiento; y con su personalidad ingenua, traviesa y alegre se ha ganado el amor y la valoración a su esfuerzo por parte de toda la comunidad.

Carlitos ha sido el maestro de todos, el mejor mentor de emprendimiento que sus hermanos han tenido. Nos ha enseñado la verdadera esencia de la vida y es el hilo con el cual mi familia ha tejido los lazos indestructibles del amor. Hemos hecho de él un niño feliz, que a su paso deja una estela mágica que conmueve corazones y lo convierte en El ladrón de sonrisas.

Así, justamente, se titula el libro que escribí para llevar un mensaje de amor y esperanza a las familias que se sienten naufragar cuando un niño especial llega a sus vidas, contando a través de las historias de la vida cotidiana cómo mi familia emprendió un proyecto de amor llamado Carlitos, un niño al que le daban 6 meses de vida y hoy tiene 24 años.

 

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