Para Coralie, para los niños con enfermedades raras y para todos los caracoles del mundo

—Hay un hijo especial para cada familia especial —nos había dicho la coordinadora de adopciones sonriendo.

               La adopción había sido rápida. Los casos especiales no tienen filas de espera.

                Aquí estaba ante nosotros la que iba a ser nuestra hija, la que ya era nuestra hija desde que habíamos hojeado, ansiosos, el expediente de Carolina. Síndrome de DiGeorge decía el expediente médico y enseguida añadía «síndrome de deleción 22q11.2» como para darle más formalidad científica, pero la doctora nos había precisado —con una sonrisita y el peso de autoridad que le conferían sus anteojos morados— que ellos preferían hablar de síndrome velocardiofacial o VCF. Tres nombres distintos para un mismo síndrome, mucha carga para una niña de dos años que parecía tan diminuta.

                La mirada se nos perdía en el tocho de hojas que formaba el expediente, suficiente para llenar toda una vida.

                —El problema está en el cromosoma 22 —había señalado la doctora—; es como si una manita invisible hubiese borrado una parte de la información de su ADN. Es muy poca la información que ha desaparecido, casi nada, como un vasito de agua de todo un océano, pero es suficiente como para causar graves problemas de salud.

                Alguien se habría tomado el vasito de agua… o la colita de ADN se habría quedado atrapada cuando habían cerrado la puerta del laboratorio de genética.

                —La evolución de la enfermedad no es predecible —había agregado la doctora—, a veces va rápido como un caballo al galope, otras veces es lenta como un caracol. Le apostaremos al caracol. De todas maneras, la estaremos monitoreando junto con ustedes. Debo advertirles, sin embargo, que la niña ya presenta severas deficiencias motoras e intelectuales. Es poco probable que camine y puede que no alcance a decir más que unas cuantas palabras.

                Tan chiquita; dos años, y solo seis kilitos. Su mirada extraviada en la tela de su cobija era dulce e inocente. El pecho se me llenaba de amor al rozar sus manitas. Algo no cuadraba entre la descripción de la doctora y esta muñequita de paz. Esta chiquilla era especial, resbalarían los nombres complicados de su síndrome en su inocencia.

                El primer año con Carolina fue más complicado de lo que esperábamos. Poníamos todos nuestros esfuerzos en estimularla, pero nuestra muñequita parecía de porcelana. Esperábamos con impaciencia su primera travesura, o su primera muestra de afección, pero la comunicación era difícil. Parecíamos no existir para ella. Sus gestos eran lentos; vivía en una dimensión de compases parsimoniosos donde las horas duraban segundos. Deseaba poder entrar en ese mundo de escaso movimiento y pensé en clases de meditación. Me sentaba frente a ella, en posición de loto deshojado, despatarrada y desesperada del dolor en la espalda, pero aguantaba. Quería tocar — aunque fuera por breves instantes— el mundo en el que ella vivía. Debo confesar que mis esfuerzos fueron vanos; nuestra sintonía era la de una tele vieja y descompuesta. Era como si Carolina hubiese sido la reencarnación de una gran yoguini, bendecida desde su nacimiento con el dote de la contemplación. A sus lados parecía una payasita desesperada que se agitaba sin parar e imaginaba que en cuanto le daba la espalda un guiño burlón se dibujaba en su rostro. Bah, alzábamos los hombros y nos reíamos diciendo que nos habíamos convertido en los sirvientes de una Buda con coletas.

               Una mañana se me ocurrió que le haría bien un poco de aire fresco a nuestra pequeña Siddhartha y la llevé en carriola al parquecito de la colonia. Estiré una cobijita en el pasto recién podado e instalé a Carolina en su postura favorita de estatuilla india. Impasible, Carolina observaba el horizonte con gran serenidad. Yo me había puesto a leer, la verdad es que Carolina me había permitido convertirme en una lectora insaciable. Frente a la lentitud de mi compañera, yo devoraba historias ajenas como si fueran mías. Ella sentada contemplando el presente, yo sentada transportada por los tiempos; formábamos una pareja insólita. Aquella mañana me estaba perdiendo entre jinetes de las estepas cuando sentí algo recorrer mi pantorrilla derecha. Era un pequeño insecto, una chinche de mezquite de antenitas rayadas y cuerpo negro salpicado de intensas pinceladas amarillas. De un manotazo invité la chinche a perderse en el pasto y escuché muy claramente a mi derecha un mugido reprobatorio. Volteé sorprendida; era Carolina. Su rostro impasible perturbado por una ligera mueca de negatividad seguía mirando el horizonte, pero con cierta osadía. Intuí que algo estaba pasando con la chinche y me puse a buscarla entre los pastitos podados y la hierba fresca. La encontré en perfecto estado, terca en su afán de seguir avanzando. Delicadamente dejé que se subiera a mi mano y se la presenté a Carolina. El milagro ocurrió en ese momento. Como despertando de un sueño muy largo, mi niña posó su mirada en el bichito y sonrió. Su mano se acercó como si desenrollara una enorme alfombra. Alargué mi dedo como formando un puente y la chinche atravesó con facilidad el obstáculo. La chinche corría por la manita sin parar y Carolina parecía totalmente absorta en la loca carrera del insecto. Era la primera vez que la veía enfocarse en algo.

               Esta inocente chinche de mezquite abrió las puertas de un gran cambio en Carolina. Antes su cabeza se perdía en el vacío, ahora esculcaba con gran escrutinio el piso en busca de pequeños seres rampantes. Todo la fascinaba y sus manos empezaban a adquirir una extraña destreza. Avanzando con una lentitud casi sobrehumana, la pequeña Carolina se acercaba a los insectos con una precisión robótica. Cada movimiento quedaba perfectamente delineado: giro, estiramiento, pivote, elevación, prensa, roce, todo calculado para que el animal no se sintiera nunca amenazado. Las catarinas se dejaban acariciar sin abrir sus alas, los escarabajos se trepaban a su mano indiferentes al cambio de superficie, las moscas se daban una acicalada completa en su brazo sin la menor preocupación.

               El día en que sorprendimos a Carolina con una abeja deliciosamente cautiva entre los dedos dejándose observar por largos minutos, mi esposo —que tenía más necesidad por explicaciones científicas que yo— me dijo con gran resolución y el dedo índice apuntando al universo que en este mismo momento iría a consultar el caso con un veterinario.

               Imagino a mi esposo con su soledad en la sala de espera entre gente con perros y gatos enfermos. Lo imagino entrar en el consultorio y explicarle el caso con grandes ademanes entrecortados de gestos lentos. Lo seguía imaginando en frente de una bata blanca cuando me contaba, seguro de sí mismo, que no era ningún milagro:

                —Todo se debe a su patología. Es muy lógico. ¡Se mueve con tanta lentitud que los insectos no consideran necesario ponerse a la defensiva y picarla!

                Lo miré con una sonrisa de benevolencia, como felicitándolo por su hallazgo. No era necesario, pero es un lindo detalle y ahora está más tranquilo.

                La pasión por los insectos siguió, insaciable, durante meses. Ahora tenía que hacer pequeñas pausas en mi lectura para observar a Carolina y asegurarme de que no tuviera entre sus deditos a una viuda negra o a un alacrán. Parecía tener criterio y destreza; nunca nada le picó y nunca mató a nadie.

               Sin embargo, de todo se cansa uno, y los insectos llegaron a su fin con la llegada de un pequeño vagamundos, cargando a sus espaldas sus únicas pertenencias. Un gitano de abundantes babas y ojos como antenas que llegó sin avisar al pie de mi Carolina, y la puso a reír. Me acerqué y dejé que el caracol recorriera sus piernas. Se seguía riendo. No eran grandes carcajadas, eran risitas tenues, ¡pero eran risas!

                Ese caracol… Ese caracol duró meses con ella. No lo quería soltar. Le tuve que encontrar una cajita. Un tóper viejo que ya no cerraba bien. Le echamos una hoja de lechuga y cada tanto lo humidificaba con un atomizador. Sin duda es una mascota que sale barata, pero resultó ser más estorbosa de lo que nos habríamos podido imaginar. Había que traerlo a todas partes. De visita con amistades o familia, de compras, al parque, en el consultorio, por todos lados nos seguía el mentado caracol. Cuando estábamos comiendo, el caracol daba pasos de gigante por la mesa dejando una estela de baba y de vez en cuando lo encontrábamos trepado de un vaso o del servilletero. Cuando bañábamos a Carolina, el caracol daba vueltas por el borde de la bañera como si fuese un circuito de carreras. A veces se caía y se me disparaba la adrenalina al escuchar el cascarón estrellarse contra el azulejo. Pero era resistente y duraba.

               Como Carolina dormía con la cajita a su lado, una mañana la encontré abierta. Buscamos el caracol por todo el cuarto; mi esposo se desesperó «Iré por otro caracol en el jardín», decretó, pero a Carolina no le pareció la idea e hizo un ruido que nos partió el alma. Su primer grito. ¿Acaso nos entendía? No hubo necesidad de comprobarlo de nuevo, lentamente Carolina apuntó hacia una esquina del techo. Ahí estaba el vago. Me acerqué y con el sol entrando por la ventana, con cierto ángulo, pude ver el recorrido absurdo del caracol por toda la pared hasta la cama. Pensé que en una noche habría recorrido el equivalente humano de la distancia entre Iztapalapa y Cuautitlán, agotando por completo cada una de las líneas del metro. Este caracol se estaba ganando el respeto de toda una ciudad.

               El caracol cambió a Carolina en muchos aspectos, y el más importante fue que por estar reclamando tanto al caracol a su modo, acabó por pronunciar la palabra «caracol». Durante varias semanas fue como escuchar un disco rayado en los primeros surcos. Tres sílabas repetidas una y otra y otra vez. Hasta que nos salvó la palabra «baba», ¡bendita baba!, fue el detonante para que más palabras enriquecieran la breve lista de Carolina: caja, chuga, concha, popó, etc.

               La relación con ese milagroso caracol no acabó con la muerte del vagabundo sino por una infidelidad. Carolina descubrió que existían más caracoles. Y esa pequeña traba a la moral dio un resultado maravilloso: Carolina dio sus primeros pasos —con una lentitud que desesperaría a un oso perezoso— hacia un caracol que recorría tranquilamente el cristal de la puerta que da al jardín. Fue divertido verla avanzar paso por paso; el suspenso era tremendo. Lo único que se agitaba eran sus coletas. ¿Llegaría Carolina antes de que el caracol tuviera la posibilidad de escapar? Como una Godzilla de modales extremadamente distinguidos, la niña extendió su mano, agarró al caracol por su concha y, al jalarlo, cayó de pompas con todo y caracol en el pasto. Ahora tenía a dos caracoles en su posesión. Y solo era el principio.

               La vida de Carolina se iba poblando de nuevas palabras, de nuevas distancias recorridas y… de un montón de caracoles. Cuando tenía siete años le pregunté por qué le gustaban tanto los caracoles. Me contestó que porque los caracoles saben callarse. Carolina sabía a su manera que la gente decía cosas de ella y veía sus miradas. Había palabras dichas, comentarios hechos, burlas contenidas a medias, cosas feas que salían de la boca de la gente y que ella miraba sin entender, al parecer. Algo habían entendido los caracoles que habían dejado de hablar, como los vaqueros buenos de las películas que prefieren tener siempre una pajita entre los dientes a estar hablando a lo tonto.

               Un día recibimos una llamada de una asociación que cumple los sueños de niños que padecen enfermedades. Querían cumplir el sueño de Carolina.

               —¿Cuál es su sueño? Háblelo con ella, tómense el tiempo.

               No fue necesario. La respuesta de Carolina había sido inequívoca y tajante: «Conocer a más caracoles». El poliamor de mi hija era desconcertante. Más caracoles. Un mes después nos llevaron a Jalisco, cerca del lago de Chapala. Lo llamaban helicicultura y quedaba formalmente prohibido explicarle a Carolina el destino de la cría de caracoles. Nos recibió el señor Mago, Marcos Mago. El señor había empezado con una cubeta de caracoles, ahora tenía toda una hectárea repleta de Helix Pomatia, un caracol gordito, babosito, con concha bien simétrica y un andar bonachón. Queda bien con mantequilla y perejil, dijo olvidadizo el señor Mago, pero Carolina estaba demasiado concentrada para haberlo escuchado. Caminamos cuidadosamente por el jardín, el señor Mago destapaba cajas azules rebozantes de caracoles, Carolina los observaba con mucha atención.

               —¿De los rayaditos de colores no tiene? —le preguntó Carolina al señor Mago.

               —De esos no tengo, hija, por aquí no hay, solo de los gorditos.

               Carolina no dijo nada más y seguimos caminando y destapando cajas hasta que llegamos a la sombra de un árbol. El señor Mago me hablaba con pasión de las toneladas que producía, del proceso de purga, agregaba con discreción que la alimentación determinaba su sabor, echaba pestes contra los sapos, las serpientes y los escarabajos que causaban pérdidas en su rebaño. Carolina ya no miraba las cajas de caracoles, ahora miraba hacia el árbol. «Rayaditos», dijo con entusiasmo. El señor Mago y yo volteamos.

               —¡Ah caray!

               Había sido el señor Mago viendo el árbol repleto de caracoles rayaditos de colores. El árbol parecía arcoíris. El señor Mago se quitó el sombrero y ya no dijo nada hasta despedirnos. Algo habría entendido.

               Lenta como un caracol había sido la enfermedad, pero la manita traviesa que borraba colitas de ADN había llegado. Palabras que ninguna niña debería conocer entorpecieron la vida de Carolina: quimioterapia, coma, paro cardíaco, aislamiento, septicemia, etc. Sus coletas habían desparecido, pero sus caracoles la mantenían alegre. Un día, Carolina preguntó lo que no queríamos escuchar.

               —Mamá, cuando me muera, ¿adónde iré?

               —Al paraíso, hija —contesté conteniendo mi emoción.

               —¿Al paraíso de los caracoles? —contestó entusiasmada Carolina.

               Sorprendida por la respuesta, por supuesto, dije que sí, que tenía que existir el paraíso de los caracoles. A partir de ese día, Carolina pareció haber encontrado de nuevo su sosiego y su sabiduría de bebé. Todo había quedado muy sencillo: cuando se acabara su vida de humano empezaría la de caracol. Con la mochila al hombro le esperaban inmensas distancias por recorrer, toneladas de hojas que masticar y muchos días de lluvia que iluminar con sus rayitas de color y sus amigos conchudos.

               Al mes, Carolina dejó de caminar, le compramos una silla de ruedas y le pintamos unas conchas de caracol que amarramos de los aros propulsores. Carolina sabía que no volvería a caminar, pero estaba feliz porque ahora podía andar como caracol. Y eso hace; lenta como caracol anda vagando por el mundo.

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Inspirado de la vida de Coralie: http://association-les-amis-de-coralie.over-blog.com/

La mayoría de las enfermedades raras no tienen ni cura ni tratamiento específico. Las enfermedades raras son responsables del 35% de las muertes en el primer año de vida. Existen más de 7000 enfermedades raras en el mundo de las cuales 80% tienen origen genético. En México sólo se han registrado 20. Las enfermedades raras afectan a 5 de cada 10,000 habitantes. Con las enfermedades raras transcurre en promedio cinco años entre los primeros síntomas y un diagnóstico certero.


Jeremy Anaya Lemonnier

Fuente: https://dibujameunaescalera.wordpress.com/2020/09/01/el-paraiso-de-los-caracoles/